Muertas y desaparecidos que no se olvidan
Cuando Luis Miguel publicó en 1993, “Hasta que me olvides” yo tenía 18 años; sentía preferencia por el pop latino y por los comics de DC en inglés, aún no me llamaba la atención la lectura del Quijote de la Mancha o Cien años de soledad porque no sabía qué significaban para la humanidad y qué significaría para mi muchos años después; sin embargo, me gustaban algunos programas del canal once, programas donde aparecía Carlos Fuentes y Carlos Monsivais, dando sus opiniones en torno a las políticas de Salinas de Gortari.
Por supuesto, llegué a tener una noviecilla. Ylona, ese era su nombre. Me dejaría desolado una vez se marchó de mi vida (pues ella era de Córdoba, Argentina, y había venido a México a hacer una instancia universitaria). Mientras duró ese amor de loca juventud, las canciones que nos dedicamos entre cada apapacho y beso serían las de Luismi. Cuando la vi partir en ese autobús con dirección al Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México, le dediqué Hasta que me olvides, creyendo que mandaría a volar la pampa, y que pasaría la vida conmigo. Lo cierto es que el autobús siguió su rumbo determinado y yo me quedé entristecido un buen rato hasta que me vi obligado a marchar. Y fueron muchos los años que me di a relacionar a Ylona con esa canción.
Ahora que visualicé el segundo capítulo correspondiente a la segunda temporada de la serie de Netflix sobre el Sol de México, me hizo repensar mi dedicatoria y mis recuerdos sobre Ilona. Dicho capítulo se intitula: “Noche de paz”, y abarca dos historias: cómo se elige la canción de Juan Luis Guerra para ser el segundo single del disco Aries, y cómo es que una canción de amor era en realidad una canción dedicada a la madre desaparecida.
Justo cuando la canción estaba en las listas de popularidad en 1993, en las esferas políticas se discutía el ingreso de México al libre comercio con Estados Unidos y Canadá. Curiosamente, en esos mismos años, Sergio González Rodríguez se dio cuenta de que “Entre 1993 y 1995, los cadáveres de 30 mujeres víctimas de homicidios dolosos en Ciudad Juárez, Chihuahua, formaban parte de una trama compleja de violencia sexual, cantinas, bares, bandas delincuenciales e inculpaciones mutuas entre diversos protagonistas de la vida colectiva. Ciudad Juárez ya no podía verse como la ciudad cantada por Juan Gabriel porque ya era otra cosa, una dimensión crepuscular (léase el libro: Huesos en el desierto). Sin embargo, yo qué iba a saber de estos datos y de la gran problemática que sumergiría a México en una violencia sin paragón, donde mujeres sufrirían muertes atroces e indescriptibles, porque yo estaba chillando por Ylona, mi amor perdido.
En la primera temporada de la serie supimos que Marcela Basteri, madre de Luis Miguel, fue víctima de la violencia por parte de su esposo, Luisito Rey. La desaparición de la madre, tan profundamente personal y claramente social, se transformaría en el motor que guiaría la vida del cantante durante muchos años, sobre todo cuando él se libró del padre y dejó que una persona ajena a su familia, Hugo López, fuera su manager.
Con el poder financiero y las conexiones políticas, Luis Miguel buscaría a su madre por todos los medios posibles, no sólo en México sino también en Argentina, España y en Italia gracias a la Interpol. Incluso contrataría el Mossad, el fiero equipo de investigación israelí. Pero nunca obtuvo los resultados esperados, siempre recibía indicios. Uno como espectador de la serie, sobre todo espectador crítico, se pregunta: ¿habrá seguido la madre de Luismi el destino de tantas mujeres en México: la desaparición forzada? Y, de ser así, ¿Micky encontrará sus restos? Estas preguntas y la posible respuesta convierten a Luis Miguel en una víctima de una verdad traslúcida, por no decir que en una víctima de una justicia ciega. El cantante deja de ser el famoso para convertirse en todos esos padres, hermanos, novios, esposos, hijos que buscan a su hija, hermana, novia, esposa y madres desaparecidas (bueno, ahora ya no son mujeres, sino hijos desaparecidos como los 43 de Ayotzinapa). Y que no bajan la guardia a pesar de los falsos indicios. Van y vienen por distintas oficinas, como si estuvieran haciendo una torpe obra de teatro, porque en su mente ellas existen y no se irán hasta que se olviden.
En ese segundo capítulo hay una escena fuerte que ojalá hayan captado los espectadores y no los meros visualizadores, sino qué chiste. El actor que hace de Hugo López le señala a Diego Boneta que actúa como Luis Miguel, sobre su obsesiva búsqueda de su madre, y le dice con voz suave: “Nada de lo que encuentres te va a satisfacer, y eso te va a hacer daño. Tenés que darte cuenta. Supongamos que finalmente se descubre que fue Luis. ¿Qué vas a hacer con eso? ¿Vas a salir a decir, mi papá fue?” El rostro enojado de ese Luis Miguel cambia del encorajinado al suave y sucede un silencio atroz. El manager sigue diciendo: “No se puede. Vos sabés lo que eso implica. Entonces, ¿para qué te va a servir?” El silencio es sacudido por una frase que Diego Boneta-Luismi y otras personas más han repetido hasta el cansancio: “Para saber la verdad”.
Después de ese diálogo, vemos que Luismi desistió en buscar a su madre. Calló esa tragedia donde podría haber colocado a su padre como el gran verdugo, y a él lo habría hecho ver como un desagradecido. Y encaminó todas sus fuerzas a seguir cantando esa canción y otras más que se tornaron sus grandes éxitos; incluso, hasta pudo hacer una familia (aunque por no tener la base fundamental como lo era el cariño maternal, fue un rotundo fracaso como padre). Calló como muchos hombres y mujeres que han callado al darse cuenta que el asesino o el golpeador (peor aún, el violador) fue alguien cercano a su sangre.
El segundo capítulo de la segunda temporada es una cruel representación del silencio que hay en México en torno a las víctimas del feminicidio. Porque nos da cuenta del modo en que las autoridades policiacas imponen el silencio al no clasificar como “feminicidio” al mero hecho de ver a una mujer violentada, peor aún si eso incluye la desaparición forzada. A las autoridades policiacas mexicanas les cuesta nombrar al acto como feminicidio al hecho de ver transgredida a la mujer, y tratan de imponer su verdad con frases como: “no tenía que haberse vestido de esa forma, no tenía que haber salido tan noche, no tenía que haber abordado el uber en solitario, no tenía por qué salir a trabajar, etc”.
Esta serie nos hace ver que los muertos no se olvidan, y se espera que ellos tampoco olviden (si uno escucha con detenimiento la letra, es un diálogo, donde un tú entristecido le dice a ese tú perdido que tampoco podrá sacarlo de la mente, es decir, lo reta, por eso le dice, Hasta que me olvides, voy a intentarlo). La Ciudad Juárez de 1993 jamás mencionada en la serie, pero referida de forma indirecta con la desaparición de Marcela Basteri, no se parece en nada a Ecatepec, Puebla, Acapulco, y otras tantas entidades donde una mujer desaparecida será un cuerpo encontrado con los peores signos de tortura. Además, la serie, aunque tenga como escenario los años noventa, la gente que la visualiza es del año 2021, y eso significa que la violencia hacia la mujer no se ha olvidado, sino que se ha perfeccionado de una forma cruel y desgraciada en los distintos estratos sociales; dicho de otra manera, ya no es la chacha la que sufre humillaciones y muerte, ahora puede ser la mujer de muy buena familia o de buena figura (acaso color de piel) así como Marcela Basteri.
Hay muertos que no se olvidan, porque son seres queridos que no se les busca por el mero buscar. Esta serie, sobre todo quien haya sabido ver con ojo crítico este segundo capítulo de la segunda temporada, nos ha permitido comprender que hay un detalle muy particular sobre el México de la Cuarta transformación: que hay verdades que no se callan, verdades tan cotidianas que necesitan ser reveladas, muertos y desaparecidos que no se olvidan, y que si esos muertos o desaparecidos andan por mera casualidad vivos, se les ama tanto, tanto, como fuego entre sus brazos. Y que no se les olvida.
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