El genocidio indígena y la iglesia católica (o cómo es que Canadá es un ejemplo a seguir)
En el museo regional de Cholula tiene una réplica del Manuscrito del Aperreamiento. Por desgracia, el original está en la Biblioteca Nacional de Francia. Fue pintado sobre una sola hoja de papel en 1560, aunque los acontecimientos que narra sucedieron en 1523, es decir, treinta y siete años después. Quien lo haya pintado, aún recordaba el suceso y quiso expresar el horror de la conversión a una religión que no tenía nada que ver con su gente, el catolicismo.
En el centro de la imagen se observa a un sacerdote atado mientras lo ataca y mata un perro de raza mastín, que es controlado por un español mediante una cadena. Ese sacerdote-tlatoani se llamaba Tlalchiatl, el gobernante teocrático de Cholula, su compañero, el cual aparece con otros seis encadenados era el Aquatl; juntos eran la expresión divina de los dioses Quetzalcoatl y Tlaloc, y era tanto su poder que cualquiera que llegaba a un cargo tenía que pedirles su bendición. En la parte superior vemos a Hernán Cortés parado junto a doña Malinche, su traductora. Cortés eleva la mano mientras dice algo; Malinche lleva un rosario en la mano y, juntos, intentan convertir a los indígenas. A juzgar por su condición y castigo inminente, los hombres parecen haber rechazado sus arengas, y quizá ese sea ese el motivo de su sentencia, no aceptaron al dios representado por la cruz. Tlalchiatl, porta una espada europea en la cintura, lo cual hace suponer que se rebeló abiertamente contra el mensaje evangelizador de Cortés.
La sentencia se llevó a cabo en Coyoacán (en una parte del manuscrito aparece el glifo representativo del lugar, un coyote sentado sobre unas piedras), pues allá vivió Cortés tras la caída de Tenochtitlan. Dicho castigo se hizo con un propósito: hacer que los indígenas dejarán de adorar a sus ídolos de piedra para adorar ídolos de yeso y madera de los conquistadores, ídolos con rasgos más finos (rasgos romanos al final de cuentas), de piel blanca y bien vestidos.
Fray Bartolomé de las Casas en su libro, Brevísima relación de la destrucción de las indias nos narra hechos tan atroces que estarían a la par de películas de Quentin Tarantino. Ahí nos cuenta muchas historias crueles. La que más recuerdo es la siguiente: un soldado español sale a cazar conejos junto con sus perros, como no encuentra a ni uno en la campiña se acerca a una choza y en ella encuentra a una mujer indígena amamantando a su hijo; la mujer empieza a gritar por auxilio, pero nadie va en su ayuda, el soldado le arrebata el bebé y lo arroja a los perros, que lo despedazan en segundos; minutos después ese soldado viola a la mujer; cuando el soldado fue interrogado por las autoridades, indicó que no tenía cargo de conciencia porque vio la oportunidad de alimentar a sus perros y que Dios le perdonaría sus pecados.
Muchos indígenas huirían a las montañas, allá harían su vida. Y sus pueblos se convertirían en Ciudades de refugio, tal y como lo afirma el antropólogo Gonzalo Aguirre Beltrán; aunque hubo muchas mujeres que prefirieron arrojarse a los acantilados que ser violadas por los conquistadores, o por los señores hacendados. Sin embargo, poco a poco llegarían los frailes y los franciscanos a evangelizarlos, pero sin quitarles muchos de sus rituales y ceremonias. Eso explica, por ejemplo, que la danza de los Voladores, si bien es una danza por la fertilidad de la tierra sea también una danza por agradecerle a Dios padre el derecho de vivir (por eso se santiguan y llevan rosarios en la mano).
El momento más funesto para los indígenas mexicanos se dio en los gobiernos de Benito Juárez y Porfirio Díaz, indígenas en la piel, pero no en la mente ni en el corazón (incluso, tenían formación sacerdotal, luego el destino haría que destacara uno de ellos como jurista y el otro como militar). Influenciados por el positivismo y la política del libre mercado, vieron en la gente de su estirpe a individuos sin el espíritu de emprendimiento, que les daba por gastar su dinero en grandes comilonas, música de viento y cohetes, y buscaron acabar con ellos, quitándoles sus tierras, implementando escuelas (que sirvieron para acabar con las lenguas indígenas), destruyendo templos y si se ponían rebeldes, se les mataba “en caliente”.
No dudo que un día los indígenas mexicanos se levanten contra la iglesia, dado que esta calló y solapó la violencia de individuos que se decían ser cristianos. Así como está sucediendo en Canadá, donde la gente enardecida está quemando edificios eclesiásticos que lejos de ser Residencias estudiantiles sirvieron como campos de concentración, pues los niños indígenas padecieron humillaciones y horrores que los condujeron a muertes atroces (cerca de 150, 000, aunque la cifra podría elevarse a más).
Dicen por ahí que “Cuando las barbas de tu vecino veas cortar, pon las tuyas a remojar”, sobre todo porque la iglesia católica mexicana ha ocultado hechos tan dolorosos como la pedofilia, la bendición de armas a los grupos criminalísticos; además, durante la pandemia los jerarcas eclesiásticos no dieron ayuda económica a la gente que perdió empleos, sino que fueron muy puntuales para cobrar las misas; tampoco dieron apoyos financieros para la creación de una vacuna contra el covid, solo externaron deseos como si desear buena salud te quitara la fiebre. Cierto, México no es Canadá, pero el enojo es enojo y este puede conducir a un ajuste de cuentas de índoles apocalípticas (quien quiera, que lea Apocalipsis capítulo 18).
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