Colosio y Un asesino solitario
Fue una tarde de febrero de 1994 y bajo
el sol quemante de invierno cuando supe en carne propia qué era ese asunto de ser un acarreado. Antes de aquello sólo me sabía
la definición de la palabra por mi afecto a los diccionarios. Ni siquiera por
mi padre, ferviente priísta, me llevó a los mítines como uno más del montón.
Era un día normal de
clases en el bachiller, cuando el profesor de Historia llamó a todos los
alumnos al centro del patio. Nos dijo que iríamos a echarle porras al candidato
presidencial del partido en el poder. Nos entregó pancartas, banderas tricolores y una manta. Algunos compañeros gritaron
inconformes; otros más, de alegría, pues ir de acarreados nos libraba de la terrorífica la clase
de Cálculo Integral. Resultaría curioso señalar que en la puerta del colegio ya
nos esperaba un camión de pasajeros. El traslado no tardó más que diez minutos (creo que tardamos más en subir y acomodarnos). Descendimos
de volada frente al estacionamiento de la Plaza de la Concordia de San Pedro Cholula. Detrás de
nosotros venían otros camiones, cargados de montones y montones de campesinos, obreros y oficinistas. Es decir, acarreados.
Al cabo de tres horas
de espera apareció Luis Donaldo Colosio. Y como si todo estuviera planeado,
empezó a sonar la música de viento, seguido de las porras de la gente, que decían: vivas, urras. En algún lugar del parque estallaron un par de cohetones que parecían cañonazos. En medio del tumulto y apretujamiento me tocó estar delante del candidato,que sin más me ofreció su mano y yo extendí la mía. Recuerdo ese instante porque me quedé sin aliento. Ahí estaba frente a mí
un hombre de carne y hueso que había visto en televisión casi todos los días, pero sobre todo cuando el 6 de marzo dijo esas inolvidables palabras: "Yo veo un México de comunidades indígenas, que no pueden esperar más las exigencias de la justicia, de dignidad y de progreso (...) yo veo un México con hambre y sed de justicia". Colosio era un hombre alto y de cabello
ondulado, tenía una maravillosa sonrisa y un buen vozarrón, pero en su mirada noté cierta
tristeza.
En la noche platicaría
con mi padre el encuentro y ese detalle en la mirada. También llegaríamos a una
extraña conclusión: “Si no hubiera sido por los acarreados, Colosio no habría
tenido gente. Algo raro está pasando en su campaña", dije, recordando el
protagonismo de Camacho Solís en Chiapas; "ojalá levante pronto Colosio”. Luego,
hablamos de otros asuntos, las cosas típicas entre padre e hijo. Y no volveríamos
a hablar de Colosio hasta la noche del 23 de marzo, cuando Jacobo Zabludovsky
(conductor del noticiario, 24 horas) oficializó su muerte. Como priísta, mi padre, estaba desolado. A su candidato
lo habían matado. Y no supe cómo consolarlo.
Con el paso de las
semanas y los años, no le presté tanta atención a la tesis del asesino
solitario. Para mi, como para mucha gente, el asesino es y será el pelón de Salinas. Mi mente e imaginación estaban entretenidas con cuanta novela caía
entre mis manos. Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes y Milan
Kundera se fueron convirtiendo en mis escritores favoritos. Pasarían diez años, incluso pasaría la
muerte de mi padre, cuando tuve la oportunidad de conocer al escritor culichi,
Elmer Mendoza, allá en el Taller de Novela de Oaxaca. Entonces ahí supe para qué
diablos nos sirve la realidad.
Antes de asistir a la
clase, los alumnos debíamos leer las obras del escritor visitante para atacarlo con preguntas en torno al arte de escribir o su forma de escribir. Entre mis manos estaba esa novela que lo catapultó de un día para otro y que lo hizo ser conocido entre los escritores como el Jefe de jefes, Un asesino solitario. En un primer momento no le entendí para nada a ese primer párrafo porque estaba redactado en culichi, peor aún, quien
platicaba la historia era un hombre que trabajaba limpiando drenajes; con el paso del tiempo ha sido uno que más refiero en mis clases de Creación Literaria. Pero el
segundo y tercero me pegaron con fuerza: “¿Y cuál es el rollo? Barrientos,
carnal, ¿te acuerdas de Luis Eduardo Barrientos Ureta? ¿Aquel candidato chilo a
la presidencia? Ah, pues me contrataron para bajarlo”.
Ya no pude detener la
lectura. Para no hacer extensa esta memoria, Elmer Mendoza termina la novela de
forma irónica y demoledora. El narrador dice que no pudo matar al candidato en
Mazatlán porque lo sorprendieron en la jugada. Pero otro más listo, sí lograría
su cometido allá en Lomas Taurinas.
La idea de un asesino
solitario nadie se lo cree, ni siquiera aquellos que nacieron después de la
muerte del candidato. Todos los mexicanos tienen a su asesino preferido. Nomás basta con que se les pregunte en la calle. Dicho de otra manera, la muerte de Colosio ya forma parte
de nuestro folclor, así como Pedro Infante, el Santo y la Virgen de Guadalupe. Para colmo de
males, Nefflix exhibió el primer capítulo de una serie donde también maneja el
asunto del complot, y digo para colmo de males, porque la serie es pésima en el
manejo de la trama, aunque tal vez esa sea su característica principal, decirnos que los fiscales del caso hicieron una pésima investigación, que se la pasaron tapando a los verdaderos culpables.
Amlo ya hizo algo a favor de la verdad
histórica al permitir la apertura de los expedientes (y eso que apenas lleva pocos meses como presidente de la República). Ojalá pronto se nos aclare
quién estuvo detrás del magnicidio que, si bien benefició al PRI en su momento (ganando la elección presidencial del 94 con un gran número de electores),
ahora solo sirve como un recuerdo de aquellos tiempos donde no había otro partido que le disputara el poder.
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