Motivos por los cuales no asisto al Grito

 


Por un sistema de creencias me hice objetor de conciencia desde los 12 años. Dicho de otra manera, dejé de saludar la bandera y cantar el Himno nacional.

Ser objetor de conciencia no me hizo bien en la Secundaria. Ya en la primaria había sufrido el bullying gracias a mis rasgos orientales. Cada lunes, en la ceremonia, algunos profesores trataban de acomodar la palma de mi mano derecha sobre mi pecho, pero sería un intento infructuoso. Encorajinados, me colocaban hasta el frente para ser visto por todos. Y no conformes, me llevaban a la oficina del director. 


En mi defensa estaba ese artículo de la Constitución que defiende la libertad de creencia (24). Por supuesto, los inicios de los años noventa se parecen en nada a los días en que estamos viviendo, donde decir compañero ya es una terrible ofensa y los derechos humanos eran una utopía. Sin embargo, ese director admiró mis argumentos basados en la historia. El saludo a la bandera con la palma de la mano en el pecho o el brazo extendido era una reverencia o adoración; el himno era una plegaria al Dios-bandera. Y esto era porque saludar y cantar el himno era una herencia romana, querencia que pasó a España y de España a nosotros.

Gracias a esa charla con el director, se me permitió estar en el Salón los días de ceremonia, aunque hubo profesores inconformes con la disposición que iban por mí y me tomaban del brazo, y me conducían hasta donde estaba mi grupo. A pesar de los pellizcos, jamás lograron poner la palma de mi mano en el pecho.

Aquellos profesores que no entendían mi objeción de conciencia dejarían de molestarme cuando gané un concurso de Historia de México a nivel Zona, luego avancé al Distrital, al Estatal y podría haber ganado el Nacional, pero los responsables de la Congregación le llamaron la atención a mi padre y luego a mí, bajo el pretexto esgrimido de estar coqueteando con Satanás al dejarme llevar por el espíritu de la competitividad. 


Con el paso de los años, en mi mente siempre estuvo esa idea de ser un forastero en mi propia tierra gracias a mi objeción de conciencia. Y los hechos me lo harían saber. Justo a mis veinte años una amigovia me invitó a asistir a la Ceremonia del Grito. Basta decir que pasó por mi a la casa a las 20 horas. Comimos chalupas y tacos de carne asada en los puestos de comida ubicados alrededor del parque de San Andrés. Luego, fueron llegando amigos y amigas de ella. Pronto se armó la cooperacha para el Tequila. Faltaban 20 minutos para el Grito cuando uno de esos muchachos me tiró el trago de un zarpazo, y me dijo que qué chingaos hacía ahí, “pinche chino”, “tú no eres mexicano”. Mi amigovia trató de calmarlo, pero no pudo. Por desgracia, los demás se acordaron que yo era ese chico que no saludaba y cantaba el Himno en la Secundaria. Empezaron a tronarme los dedos, a decirme que no era mexicano e intentaron golpearme. Sería la presencia de algunos vecinos y viejos conocidos como pude salvar el pellejo. Y decidí regresar a casa. 

Desde 1995 hasta la fecha no me llama la atención ir a la Ceremonia del Grito y no creo hacerlo por lo que me resta de vida. Prefiero verlo en el televisor, mientras que mi mano sostiene una copa de wiski. Me interesa saber qué héroes y frases menciona el presidente de la nación, mientras la gente grita, ¡Viva! Además, tengo un cuento en donde uno de mis personajes hace una andanza por el Zócalo de la Ciudad de Puebla horas antes de encontrarse con su amada novia, y observa a mujeres vestidas de Adelita, y se deleita al ver sus cabellos trenzados o en sus mejillas esté pintada la bandera mexicana; digamos que el personaje se echa un buen taco de ojo. 

Sin embargo, cuando viví en Monterrey (la parte menos mexicana de México), en un viaje relámpago tuve la fortuna de pisar suelo gringo. Al asistir a un partido de la Selección Mexicana algo detonó dentro de mí, sobre todo cuando empezó a sonar el Himno Nacional en el estadio y un grupo de niños alzaba la bandera encima de sus cabezas frente a los futbolistas. Quizá era la algarabía. Tal vez era la emoción de estar del otro lado de la cerca que hicieron eco en mi cuerpo. Si bien no puse mi mano derecha encima del pecho como tantos paisanos lo hicieron, mis ojos se anegaron de lágrimas y canté el Himno como un soldado, como ese soldado que en cada hijo te dio. Por supuesto, también grité, ¡Viva México, cabrones!


 

 

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